Con amor, mamá y papá. Por Valeria Roa
por @roa.arte.arte
Lloraste, lloraste hasta dormir, despertaste y seguiste llorando aún cuando pensabas que no se podía producir tantas lágrimas.
Sentiste la pesadilla atravesar tu cuerpo, sientes las pesadillas dominar tu mente.
Parpadeas y parpadeas pero nunca con la intención de detener lo que nace en tu garganta pero llora por los ojos.
Mirás el techo por largo rato, no te animás a salir de la cama, en la cama parece que el tiempo se detiene, sabes que todas las noches fueron iguales, más o menos dormís siempre en ese lugar. Sólo que hoy el salir de la cama es más difícil.
Pero anoche dormiste de dolor, no de cansancio, o no dormiste, no lo sé.
Seguís mirando el techo pensando que hoy te espera un día largo, unas semanas inentendibles , unos meses desorientados y una vida donde el tiempo del pasado será, a veces más importante que el tiempo futuro. Por ahora el presente es una paradoja.
Ayer en un segundo perdiste a tu hija, un segundo. La atropelló un tren.
Sé que hubieras preferido un millón de veces que ese tren te atropelle a vos, que tu hija siga con vida, que su amigo también siga con vida como lo hacen los pibes que zafaron de la muerte quizá porque no era su momento, el verdadero porque no lo sabemos. La certeza es que tu hija iba caminando por las vías del tren y una luz a gran velocidad se llevó su alma para pasar al tiempo de la eternidad como una jovencita.
La edad se detiene al llegar la muerte, el tiempo de la vida es pasado, el tiempo de la muerte es eterno, el tiempo del duelo es personal.
Seguís mirando el techo sin levantarte de la cama, sabes que tu celular está explotado de mensajes, hay mucha gente que amaba a tu hija, hay muchas gente que quiere acompañar tu dolor y hay personas que acompañarán todo tu duelo, quienes serán estas últimas no lo sabrás hasta que pase un tiempo.
Toca levantarse de la cama, con la fuerza que no tenés te vestís, te preparas para atravesar el momento que ninguna mamá quiere atravesar, velar el viaje del alma de tu hija, será la última vez que tengas su cuerpo cerca, le hablarás, le compartirás tu dolor. Su alma te escucha, te merodea, siente tu olor, se esconde en tu nuca y piensa en cómo secar tus lágrimas, pero no las de afuera sino las de adentro. Espera que la percibas.
Imagino que lo trágico de su partida, su juventud y su grupo de pertenencia hace que la sala velatoria esté llena de gente, nadie entiende ni puede justificar la pronta partida de una persona que recién empezaba a transitar la vida sola, como cualquier adolescente, ya mamá no la tomaba de la mano para cruzar las vías del ferrocarril, ya mamá no estaba todo el tiempo a su lado porque es momento de dejar ser en el mundo. Una madre aconseja, deja huellas, enseña a caminar pero el camino lo hacen los hijos solos, y esta pequeña decidió caminar por las vías del tren, como lo hicimos cientos de veces muchos de nosotros a esa edad. La adolescencia no tiene la noción del peligro aún desarrollada cerebralmente, se piensan superpoderosos porque lo son en cierto sentido, tienen el poder de la vida por delante, en sus manos. El problema no fue caminar por las vías sino no calcular la velocidad ni pensar en un impacto, más allá de estos datos que no sé si suman, pensemos nuevamente en esa mamá, a quien no conozco y sobre quien imagino todo esto para acompañar su duelo sólo por el hecho de haber pasado mi vida sintiendo el dolor ajeno.
Sin embargo, su historia en un punto se cruza con la mía, ví pasar el cortejo fúnebre frente a mi auto, yo enfrascada en pequeñeces de la vida cotidiana vi una corona gigante que decía: “CON AMOR: PAPÁ Y MAMÁ”.
Automáticamente me largo a llorar y entiendo mucho de lo que yo venía sintiendo, se me acomodaron las ideas con una trompada en la boca del estómago. El cortejo y yo íbamos hacia el mismo lugar. El cementerio.
Vi un cortejo larguísimo, vi miradas cansadas de llorar, vi familias enteras acongojadas, ensimismadas, agotadas, vi jóvenes, ví abuelos. Y ahí en medio del cortejo estaba, sin querer, mi auto. En cuanto pude doblar en cualquier esquina lo hice, me parecía una falta de respeto estar donde no era mi lugar.
Hice tiempo, llegué a la florería y luego fui al entierro.
Fue desgarrador, doliente, sufriente, fue grito sin voz y llanto sin lágrimas, fue un lleno cargado de cientos de vacíos, fue demasiado.
Miré de lejos a esa mamá jóven, a ese grupo que la acompañaba, vi todo como una película.
Un momento de la vida de una mamá que hoy tiene un hueco el alma.
Seguramente hay un papá que atraviesa lo mismo, pero hoy puedo empatizar con la mujer porque así me siento.
Abrazo
Valeria Roa
Arte pensadora argentina.
Lic. en artes visuales UNA.
Prof. de arte en artes visuales UNA.
Cursando Mgstr en investigación en artes UNA.