Artes Visuales

Valentina Palabesino: dibujar el temblor, escribir la herida.

Por: Berenice Desmond

Hay artistas que no necesitan alzar la voz para dejar una marca. Valentina Palabesino, dibujante y poeta nacida en Beccar, pertenece a esa estirpe. Su obra —hecha de grafito, de sombras, de silencios— parece decir sin decir, hablar desde la grieta. En cada trazo, en cada verso, hay algo que tiembla: una infancia que no se fue del todo, una nostalgia que sigue habitando el cuerpo.

Autodidacta por elección y por destino, Valentina comenzó a dibujar antes de estudiar artes visuales. Más que una decisión estética, su trabajo nace de una necesidad vital: decir lo que no puede decir con la voz. “Todo lo que no digo con la voz, lo hago con la mano”, confiesa. Y ese temblor se nota. No como debilidad, sino como verdad.

El dibujo como refugio, la poesía como herida abierta

Valentina trabaja en blanco y negro. No por falta de color, sino porque en la escala de grises encuentra una potencia expresiva que el estruendo del color no le ofrece. Le gusta ensuciarse las manos, difuminar, mezclar técnicas, explorar texturas. Le interesa el realismo, pero no como copia, sino como espejo emocional. Sus figuras —fragmentadas, suspendidas, detenidas en medio de algo que no se nombra— hablan desde un lugar vulnerable, íntimo.

Esa misma búsqueda se traslada a su escritura. Bailan las Magnolias, uno de sus poemas más conmovedores, respira nostalgia y ternura. “No me considero poeta”, dice, con la humildad de quien escribe por necesidad y no por etiqueta. Pero sus versos tienen esa rara fuerza de lo auténtico: conmueven sin esfuerzo, como si nos estuvieran esperando desde antes.

Sensibilidad como brújula

“¿Por qué tengo tanta sensibilidad?”, se pregunta. Y en esa pregunta habita toda su obra. No se trata de encontrar respuestas, sino de compartir el viaje. Para Valentina, cada dibujo, cada poema es una conexión: con ella misma, con quien mira, con quien lee. “Lo que me impulsa es que alguien venga y me diga ‘me siento identificado/a’. Eso es un mimo al alma”, confiesa.

Viajera de noche en colectivo, cargando sus obras para mostrar en muestras de Capital, Valentina no romantiza el esfuerzo, pero lo asume. Lo que la mueve es el otro: ese otro que puede verse reflejado en su obra, que encuentra en ella una emoción compartida.

Herencias y resonancias

Entre sus referentes nombra a Alejandra Pizarnik, por su capacidad de combinar “delicadeza y violencia”. No es casual. En Valentina también conviven esos extremos: la belleza de lo roto, la dulzura del dolor. Su arte no ofrece certezas, pero sí una posibilidad: la de detenerse y sentir.

“No tengo rituales”, dice. Y sin embargo, en su obra hay una mística: la de lo que nace desde adentro, sin cálculo, sin artificio. Cada imagen, cada texto, es una extensión de sí misma. Por eso, si tuviera que definir su trabajo con una palabra que no sea “arte”, elegiría una que lo resume todo: conexión.

En un mundo que corre, Valentina dibuja la pausa. En un tiempo que exige respuestas, ella se atreve a preguntar. Su obra no busca brillar. Busca quedarse. Como una sombra que abraza. Como un temblor que, en lugar de asustar, nos revela que seguimos sintiendo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *