Valeria Fracchia – Donde vibra lo esencial y el arte se vuelve lenguaje del universo
Pintar como forma de conexión espiritual, como mapa del alma, como tránsito entre lo invisible y lo posible.
La obra de Valeria Fracchia se construye desde el silencio y la intuición. A través de técnicas mixtas y una conexión vibracional con la materia, sus obras nos invitan a detenernos, a escuchar lo que no tiene nombre y, quizás, a reconocer algo propio en lo abstracto. Esta entrevista recorre los orígenes de su sensibilidad, sus rituales creativos, sus búsquedas estéticas y su mirada profunda sobre el arte como refugio, sanación y expansión. Una conversación para leer con pausa, como quien contempla una imagen que sigue latiendo aún después de cerrar los ojos.
Por: Matías Orzi
Origen, infancia y la artista que se anuncia
Hay trayectorias que no se construyen desde una elección racional, sino desde un impulso profundo que empieza a latir antes de tener nombre. La de Valeria Fracchia es una de ellas. Pintar fue, desde el inicio, una manera de habitar el mundo, de poner en forma lo invisible, de darle espacio a una sensibilidad que a los cinco años pedía tela y color.
“Nacida en Buenos Aires el 9 de mayo de 1942. Mi camino en el arte empezó desde que tuve 5 años, cuando mi papá solía contratar una maestra de arte durante el verano y pintábamos en mi casa. Recuerdo que lo hacía con facilidad, pintaba flores y pájaros, unos años más tarde me empezaron a atraer los árboles y techos de tejas de casas vecinas.” Aquella niña curiosa, en conexión con lo que la rodeaba, ya contenía a la artista que hoy, con más de 37 años de trayectoria ininterrumpida, continúa explorando las formas del alma a través de la materia.
El camino no fue solitario. Valeria reconoce las manos que la guiaron: “Luego por unos años asistí a diferentes talleres con Eduardo Guisiano, Rebeca Mendoza, María Ángeles Blanco, Paula Rivero y otros.” Su formación se tejió también en los viajes, en la contemplación: “Visité desde el año 1987 innumerables exposiciones en galerías y museos de Argentina y el extranjero, como la Tate Gallery, el British Museum en Inglaterra, el Musée d’Orsay en Francia, el Reina Sofía, el Thyssen-Bornemisza y El Prado en España. Además de Cuba, Perú, México y Chile.”
Sin embargo, más allá de la técnica o la referencia, su pintura ha permanecido fiel a un impulso esencial. “Hoy después de 37 años de pintar ininterrumpidamente, creo que en esencia mi pintura sigue la misma línea, aunque a través de diferentes talleres donde adquirí nuevas técnicas, perfeccioné mi forma de expresarme y aprendí a comunicar mejor el sentido de mis imágenes.”
Cuando se le pregunta por los momentos que marcaron su evolución como artista, no duda: “Las experiencias y momentos personales determinantes en la evolución de mi pintura fueron viajes, talleres, poemas, libros y sentimientos personales.” Todo se transforma en imagen, todo es posible materia si resuena en el cuerpo y en el alma.
Hay una emoción que atraviesa su obra, que le da latido. Valeria la nombra con la serenidad de quien ha aprendido a escucharla:
“La emoción que atraviesa toda mi obra es una experiencia mística que se relaciona con la energía cósmica que mueve al universo y la comprensión cálida y amorosa desde lo humanístico en relación al otro.”
Así empieza su historia. No con un manifiesto, sino con una niña pintando pájaros. No con un grito, sino con una vibración sutil que, desde entonces, no ha dejado de expandirse.




Crear como quien escucha una señal
El proceso como tránsito espiritual y material
Pintar, para Valeria Fracchia, no es construir una imagen. Es traducir un estado. Un pulso. Una vibración que nace del centro del pecho y se transforma en trazo. No hay cálculo, hay escucha. No hay idea previa, hay presencia.
“Mis obras surgen del sentir y de una fuerte emoción interior, mi verdadera necesidad en el proceso creativo es poder plasmar intuitivamente en la tela mi mundo interior y mi conexión espiritual con la energía universal del cosmos. Al comenzar mis trabajos percibo un fluir que se manifiesta a través del uso del color, en general con tonos cálidos y algún toque de fríos. Mis fuentes de inspiración son la naturaleza, los bosques y los mármoles (estos últimos me impulsan a usar líquidos y sólidos para representarlos).”
Ese vínculo con lo natural y lo energético no es metafórico: es casi físico. Pintar se vuelve un modo de sintonizar con algo más grande, más amplio que uno mismo. “También el uso de la luz y la sombra contribuye a la armonía de la obra que forma una estructura sostenida. Este transitar es permanente y continuo y me permite un contacto con sistemas sutiles de comprensión.”
Frente a la tela en blanco, Valeria no se impone: se entrega. “La pintura en mí nace de un impulso intuitivo espontáneo ante el desafío de la tela en blanco. Si hay colores y trazos que se imponen es como una danza entre el color, el trazo y la imagen que surge, que luego en el proceso se va modificando hasta que encuentro un significante, a veces simultáneo, a veces por periodos de tiempo y a veces por las texturas que uso.”
Todo ocurre en esa frontera difusa entre lo que emerge y lo que se deja hacer. Y en ese espacio —entre el caos y la forma— hay un instante revelador. “La parte del proceso que me resulta más reveladora es el desarrollo intuitivo y el final de la obra.”
Su ritual creativo comienza en silencio. En ese gesto hay una preparación invisible, una disposición interior: “Mi momento de crear es primero en silencio, ordenando mis materiales y preparando los colores. Luego, mientras escucho música tibetana, armo la tela en el atril y empiezo.”
Cuando la creación ocurre, el tiempo desaparece. No hay cronología, hay trance. “Mi conexión con el cosmos es como una sublimación y por lo tanto no tengo noción del tiempo transcurrido. Es el fluir de mi espíritu que se traslada a otra dimensión, esto sucede cada vez que pinto.”
Como toda artista que mira el mundo desde lo simbólico, Valeria se alimenta de otras voces, de otros universos que la empujan a expandirse. En la pintura: Jackson Pollock, Cy Twombly, Joan Mitchell, Helen Frankenthaler, Antoni Tàpies, Remedios Varo, Joan Miró, Leonora Carrington, Eduardo Stupía, León Ferrari. En la literatura: Jung, Campbell, Duras, Joyce, Blake. En el cine, Akira Kurosawa. En la música, un mapa sonoro que va del jazz al folklore, de Los Beatles a la música tibetana.
Todo eso vive en su obra, pero no como cita: como resonancia. Porque lo que Valeria busca no es replicar, sino recordar. Traer al presente una imagen que aún no ha vivido, pero que ya la habita.
Técnica, textura y el accidente como verdad
En la obra de Valeria Fracchia, la materia no es un soporte: es un lenguaje. Cada trazo, cada mancha, cada superposición de papeles o pigmentos, es un gesto cargado de sentido. La técnica, en su caso, no se impone como un sistema fijo, sino como una respuesta sensible a lo que necesita decir.
“Trabajo con distintas técnicas, mayormente mixtas, usando materiales como cartón, papel de arroz, acuarelas, óleo, acrílicos, pasteles, brea, carbonilla, diferentes tintas, telas y papeles. Elijo con qué trabajar según la necesidad de expresar una determinada idea.”
Esa elección no obedece a la moda ni a la estructura, sino al deseo. A la urgencia de traducir una emoción o una visión interna en una superficie tangible. Por eso, su obra nunca es del todo previsible. Hay algo que se permite aparecer, algo que no busca ser controlado.
En esa dimensión, la textura cobra un protagonismo casi táctil. “La textura me proporciona una idea de calidez y provoca otra estructura y otra dimensión más allá de lo visual.” La materia vibra, respira. Se convierte en forma viva, no para representar algo externo, sino para expandir lo íntimo.
Desde niña, el color ha sido parte de su universo emocional. No lo piensa: lo siente. “En general comienzo con tonos cálidos, tengo una atracción especial por el color y la luz desde mi infancia.”
Sus obras no buscan explicar, sino generar resonancia. Un eco interior que acompañe, que despierte, que emocione. “Busco que el espectador tenga una conexión sensorial fuerte desde su sentir y se vea atraído por mi obra.” No se trata de una mirada intelectual, sino de una invitación a estar, a sentir, a entrar en esa vibración que la obra emite, silenciosamente.
Y como en todo proceso donde hay vida, también hay accidentes. Lo inesperado no es un error: es una revelación. “Me atrae la espontaneidad de los accidentes durante el proceso de la obra.” Es en ese instante imprevisto donde muchas veces la imagen se encuentra a sí misma. Porque la belleza, en su universo, no está en el control, sino en la posibilidad de dejar ser.
Valeria no pinta para demostrar nada. Pinta para decir algo que no se puede decir de otra manera. Y en esa materia viva que elige y transforma, hay una sensibilidad que late. Una verdad que se toca sin necesidad de nombrarla.
Inspiración, símbolos y la función sanadora del arte
Hay elementos que, sin necesidad de hablar, se comunican con nosotros desde otro plano. Una piedra veteada, una hoja suspendida, una sombra que se alarga sobre la corteza de un árbol. Para Valeria Fracchia, esas apariciones silenciosas no son decoración del mundo: son señales. Y también, compañía.
“Tengo una atracción y conexión sutil y especial con la naturaleza desde niña y me conmueven las figuras que puedo ver en los mármoles.”
Esa sensibilidad hacia lo orgánico, hacia lo mineral, hacia lo que crece sin prisa y se transforma con el tiempo, habita cada una de sus obras. Sus cuadros no reproducen un paisaje: lo contienen. Lo traducen desde un lenguaje que no es descriptivo, sino simbólico. Y en ese lenguaje, lo emocional encuentra una estructura, una forma de sostén.
“Siento que mi obra realmente traduce un orden interno.”
Ese orden no es rígido, no busca control ni perfección. Es un equilibrio vibracional, una armonía que se alcanza cuando la emoción se vuelve imagen. Cuando lo invisible toma forma.
Cada vez que una obra se termina, algo se revela. Pero no desde la certeza, sino desde el descubrimiento íntimo. “Descubro mi mundo que va creciendo paulatinamente.” Como si cada pintura fuera una nueva parte de sí misma que aún no conocía, pero que al emerger, la completa. Su universo no es fijo: se expande con cada trazo.
Y en ese viaje, hay algo más que exploración estética. Hay un sentido profundo de sanación. El arte, para Valeria, no solo expresa: también cura. “Creo profundamente que el arte sana, tanto al artista como al que la mira.” En esta afirmación hay una convicción serena, nacida de la experiencia. Porque cuando la obra logra tocar al otro, sucede algo sagrado: el alma se reconoce.
El universo interior de Valeria no es solo un espacio de creación. Es un espacio de conexión. Con la naturaleza, con el cosmos, con lo humano. Con todo aquello que no se puede explicar, pero que vibra.
El arte como espejo y promesa
Pintar es habitar otro tiempo. Uno sin relojes ni urgencias, sin final previsible. Un tiempo que se diluye entre la respiración del gesto y el silencio que lo envuelve. En la obra de Valeria Fracchia, ese tiempo no se mide: se siente.
“Cuando pinto pierdo la noción del tiempo y pinto regularmente todos los días, me interesa la pausa y el proceso sostenido.”
En esa entrega diaria, paciente, sin estridencias, se construye algo más que una imagen: se construye un refugio. Una morada sutil donde lo íntimo encuentra resguardo. No hay apuro en su obra. Hay presencia. Una forma de detenerse para habitar lo esencial.
Y como todo refugio, su pintura también es un espacio de encuentro. No se trata de ser comprendida, sino sentida. De que el otro, frente a la obra, pueda reconocerse sin saber por qué. “El vínculo entre mi obra y quien la observa debería ser fluido y que al observarla sienta en su corazón una comunicación verdadera.”
Esa verdad, lejos de la lógica o la razón, se posa suave sobre quien mira. No exige interpretación. Invita a quedarse un poco más. A escuchar lo que la materia, en su silencio, está diciendo.
Pero, ¿qué se guarda en ese refugio? ¿Qué memoria lo sostiene?
“Si el arte fuera un refugio, resguardaría algún triste recuerdo.”
En esa frase hay una ternura contenida, una aceptación delicada de lo que duele pero también transforma. El arte, entonces, no solo consuela: dignifica lo vivido. Acaricia lo que ya no puede cambiarse y lo vuelve parte del camino.
Para Valeria, la pintura es muchas cosas. Es ritual, es voz, es vínculo. Pero sobre todo, es casa. Una casa sin puertas, abierta al misterio, donde el tiempo no apremia y los recuerdos encuentran un lugar para descansar.
Cierre, legado y un deseo que late
Cuando una obra se termina, no se cierra. Algo queda flotando. Algo permanece suspendido en el aire, como una resonancia sutil que no se ve, pero se siente. Valeria Fracchia lo sabe, porque pinta desde ese lugar donde lo emocional se convierte en color, donde el gesto se vuelve vibración.
“Me gustaría que recuerden mis colores, mi línea de trabajo y la emoción que les produjo mi obra.” Esa emoción no necesita palabras. Es una presencia, una sensación cálida que atraviesa a quien mira. Una forma de contacto verdadero que no se impone, pero que permanece.
Hoy, después de décadas de creación, la pintura no es solo un oficio ni una elección. Es algo más profundo. “El lugar de la pintura hoy en mi vida es ser un espejo y canal.” Un espejo que le devuelve quién es. Un canal por donde fluye lo que no puede decirse de otra manera. La obra como puente entre lo visible y lo interior. Entre el silencio y la memoria.
Cuando mira hacia atrás, hacia aquella niña que comenzaba a trazar mundos sobre el papel, Valeria no tiene reproches, solo ternura y gratitud.
“A la Valeria niña le diría que estoy orgullosa de no haber dejado nunca de pintar y del lindo camino que sigue recorriendo.”
Y en esa frase hay algo más que una declaración: hay un pacto. Una promesa cumplida con su propia sensibilidad, con su pulso creativo, con su constancia amorosa.
Pero el camino no se detiene. Hay horizontes que aún la llaman. “Desearía para un futuro o pronto, formar parte de una residencia de arte en el exterior y exponer internacionalmente.” Ese deseo de expansión, es la necesidad de que su obra —que es también su historia, su cosmos íntimo— siga viajando, tocando otras miradas, otros corazones.
Y así como comenzó todo, con una niña pintando flores y pájaros, el ciclo continúa. Pero ahora, en cada obra, hay más que color. Hay un legado sutil, un susurro que invita a detenerse y a sentir. Porque el arte de Valeria no busca quedarse en el ojo. Busca quedarse en el alma.
Matías Orzi
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